Creo que no me equivoco si supongo que las que nos reunimos para estas charlas tenemos ya la respuesta a algunas de esas preguntas, pero queremos profundizarlas más o acercarnos más al pensamiento católico que hemos mamado desde pequeñas. Estamos simplemente respondiendo a nuestra propia naturaleza que no se queda tranquila solo con vivir la vida, con casarse, tener hijos, trabajar y colaborar con la sociedad. Tenemos una parte intrínseca a nosotros que nos recuerda, prácticamente a diario, que tenemos algo en nosotros que es trascendente y queremos alimentarla. Esa inquietud responde además, así lo declaró Jesucristo, a algo maravilloso que va más allá de saber que hay un Dios, Todopoderoso Creador del Universo, que responde a la pasada que es que ese Dios nos ama.
Que Dios nos ama es demostrado una y otra vez a lo largo tanto de la historia del hombre como de la historia personal de cada uno. Queriéndonos salvar de nuestro propio pecado llegando incluso a enviar a su propio hijo a inmolarse por nosotros, es el mayor signo de amor a cada uno de nosotros, pero además, estoy segura de que todas hemos sentido alguna vez ese cariño en cosas más pequeñas o más grande.
Pero todavía hay algo más grande que si no llega a ser porque nos lo reveló Jesucristo, nunca lo hubiéramos sabido y que cambia absolutamente todo en nosotros el saberlo. Y es que, según nos dijo Jesucristo, a Dios no es que le hagamos mucha gracia, no es que le encante mirarnos no es que le dé pena que suframos, no es que haya decidido que merecemos la pena de morir por nosotros, no, es que para Dios somos sus hijos, nos quiere como un padre amoroso, nos ama con mayor profundidad y reverencia que el mejor de los padres o la mejor de las madres ama a sus hijos.
Cuando Jesucristo les enseña a rezar a los apóstoles les dice, cuando oréis, haced así: "Padre nuestro...." ¿una exageración? ¿Algo que dijo en un momento de exaltación? No! Una realidad. Numerosas veces en el Evangelio habla del padre amoroso que no daría jamás una serpiente al hijo que le pide un pedazo de pan, del padre amoroso que recibe al hijo pródigo, del buen pastor que abandona a todas las ovejas para recuperar a la que se le ha perdido....
Esta revelación de Jesús cambia absolutamente la relación del hombre con Dios, es lo que marca la nota en la religión católica. Somos hijos de Dios. Nos ha elevado a la categoría de realeza divina cuando somos en realidad pobres pecadores de barro y de arcilla.
De este modo, el hombre ya no solo busca a Dios por su sensación de trascendencia y por la inquietud vital de su alma, el hombre busca a Dios para relacionarse con El y para gozar de ese cariño que quiere darnos.
No querer relacionarse con Dios es como el bebé cansado e irritado que no quiere que su madre le coja en brazos, que es donde mejor se está. No querer profundizar en Dios es ser tan tonto como el hijo pródigo que prefiere comer bellotas de los cerdos que gozar del convite de su padre.
Profundizar en el conocimiento de Dios, poner todos los medios a nuestro alcance para convivir de una manera más intrínseca con El, es ser inteligente y práctico porque solo con El vamos a estar de la mejor manera. ¿Quién de nosotras, sabiendo que nuestra madre nos espera todos los domingos a comer con una comilona que te mueres, no va y la desprecia? ¿Quién de nosotras no ha acudido a su madre cuando ha tenido problemas? ¿Quién de nosotras no ha tenido confidencias de mujer a mujer con su madre? Dios es esa madre al lado nuestro toda la vida....es una pena que no sepamos verla. y para verla hay que tratarla, conocerla, profundizar en Ella. Solo espero que durante este año sepamos profundizar más en El y lleguemos a saborear la grandeza que es tenerle como padre, la mejor madre de todas. "Solo Dios basta", como diría Santa Teresa de Ávila.
Otro día profundizaremos en las consecuencias de saberse hija de Dios, consecuencias que nos llevan a andar con la seguridad de que no nos puede pasar nada malo y aunque nos pase, Dios es nuestro padre y lo controla. Pero eso ya, en otra ocasión ;)